«Yo, en fin, soy ese espíritu,
desconocida esencia,
perfume misterioso,
de que es vaso el poeta»
(G.A. Bécquer)
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Cuando volvía sola a casa, después de estar bebiendo hasta las tantas en el bar, a pocos pasos de mí venía casi siempre el poeta. Alguna vez me llegó a recoger del suelo en medio de la calle, donde me había sentado con la mirada perdida sin querer moverme. Me llevaba en volandas hasta el apartamento y me echaba con mucho cuidado en la cama. Nunca hacíamos el amor, pero me leía hasta que me quedaba dormida. Olía a pasado. Tenía el pelo oscuro y los ojos brillantes, inundados de algún naufragio. Se me enredaban los dedos en sus rizos cuando los acariciaba, mientras él recitaba poemas. Su voz podía traspasar mi piel y coser mis heridas por dentro. No se marchaba hasta tener la certeza de haberme dejado con una sensación de paz infinita.
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